ÚLTIMOS DIAS
El Viejo, más inteligente y valiente
que yo, tuvo siempre la capacidad de agradecer y de mandar a través del
teléfono abrazos fuertes. Sabía lo que se le venía.
En los últimos meses del 2006
nuestras comunicaciones telefónicas España-Uruguay me fueron demostrando aún
más su valentía para enfrentarse al momento final. Me comentaba que se sentía
bien, pero que se agitaba un poco al caminar. Pero hacía énfasis en despedirse
con un “abrazo fuerte” e incluso llegó a decirme: “muchas gracias a tu hermano
y a vos por cuidarme tanto”.
Era uno el que tenía que agradecer.
¿Cómo hacerlo? Cualquier buen entendedor comprendía lo que sentía El Viejo en
esos momentos. Intentaba levantarle el ánimo, invitándolo a recuperar fuerzas
para que volviera a visitarme y que apenas pudiera se operara de las
“cataratas”, para que su vista recuperara su esplendor. “Todos tus tíos
vivieron más de ochenta años. El único que tuvo mala suerte fue tu padre. Verás
todo lo que te falta…”, intentaba decir yo. “¡Qué optimista sos vos!...”
-respondió esa vez- “…te paso con tu madre”.
Cada vez que terminaban esos
llamados por teléfono me invadía la angustia. El Viejo sabía su destino y yo
debía comprenderlo. No me pedía que viajara a verlo, sólo me agradecía y “abrazaba
fuerte”.
Hasta que viajé. El Viejo había sido
internado en el Sanatorio, donde pasó momentos difíciles. Luego volvió a casa y
allí lo encontré. Un martes de enero del 2007 crucé el océano y me lo encontré
en su dormitorio, en su sillón, esperando por un abrazo y sus besos. Apenas
dejó acomodarme para regalarme un reloj. Lo tenía en su muñeca, prontamente se
lo sacó y dijo “te lo regalo”.
Yo, que difícilmente use cosas en
mis manos, llevé esa vez el anillo que él hacía años me había regalado. Un
precioso anillo que él rápidamente vio y lo comentó. No eran necesarias
palabras con El Viejo, yo sabía que esas cosas lo hacían feliz.
Fue algo más de un mes que compartí
con El Viejo sus últimos días. Muy difíciles, claro, de mucha angustia,
impotencia, dolor. Entre mi casa y el Sanatorio. Entre material médico, visitas
médicas y camas de sanatorio. El Viejo, que cuando yo llegué todavía tenía
fuerzas para caminar solo y comer con cierto apetito, poco a poco fue
apagándose. En una de sus libretas grandes estuvimos una tarde dibujando ojos,
enseñándome cómo hacerlo.
Una de esas primeras noches,
preparándose para acostarse, la conversación me permitió disimular una pregunta
que hacía varios años también le había hecho: “¿tenés miedo a la muerte?”… “No”,
respondió rápidamente. La misma respuesta de hacía varios años.
ÚLTIMAS SONRISAS
El Viejo, atendido por varios
médicos, tenía iguales diagnósticos. Pero él quería recibir la visita de Ovidio
Olivera. “Ya viene”, le dije. Respondió con una sonrisa, la que le permitían
sus últimas fuerzas, pero respondió con una sonrisa.
Sé que El Viejo se iba con todos los
suyos en su pensamiento. Aunque no quería recibir muchas visitas, él por dentro
estaba con todos los que quería y apreciaba. Para un doctor amigo y también
pintor, Olivera. Entonces El Viejo, ya con pocas fuerzas, igual sonrió feliz. Creí
intuir en ese momento una tranquilidad interior en él. Esa sonrisa transmitía
todo.
Ovidio no tenía obligación de ir, tampoco
puso precio a su profesionalidad, nunca nada, por más que se lo comentasen. Comprendió
a la perfección el motivo de sus visitas y le supo transmitir a El Viejo su
cercanía, devolver confianza en momentos difíciles. Sé que no importaban tanto
los nuevos análisis o placas o rotaciones de remedios. No había cosa más
importante para El Viejo en esos momentos que la cercanía de su médico amigo.
Lo vi a Ovidio en el homenaje a El
Viejo en Villa Soriano, una semana después del fallecimiento. Se había quedado
atrás, en la puerta, disimulando presencia. Lo vi a Ovidio en el homenaje a El
Viejo en el Museo Berro, en el Castillo Mauá, casi un año después. Nos dimos un
par de abrazos y pocas palabras, muy pocas… no hacían falta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario