lunes, 4 de febrero de 2013

ÚLTIMOS DÍAS, ÚLTIMAS SONRISAS


ÚLTIMOS DIAS
            El Viejo, más inteligente y valiente que yo, tuvo siempre la capacidad de agradecer y de mandar a través del teléfono abrazos fuertes. Sabía lo que se le venía.
            En los últimos meses del 2006 nuestras comunicaciones telefónicas España-Uruguay me fueron demostrando aún más su valentía para enfrentarse al momento final. Me comentaba que se sentía bien, pero que se agitaba un poco al caminar. Pero hacía énfasis en despedirse con un “abrazo fuerte” e incluso llegó a decirme: “muchas gracias a tu hermano y a vos por cuidarme tanto”.
            Era uno el que tenía que agradecer. ¿Cómo hacerlo? Cualquier buen entendedor comprendía lo que sentía El Viejo en esos momentos. Intentaba levantarle el ánimo, invitándolo a recuperar fuerzas para que volviera a visitarme y que apenas pudiera se operara de las “cataratas”, para que su vista recuperara su esplendor. “Todos tus tíos vivieron más de ochenta años. El único que tuvo mala suerte fue tu padre. Verás todo lo que te falta…”, intentaba decir yo. “¡Qué optimista sos vos!...” -respondió esa vez- “…te paso con tu madre”.
            Cada vez que terminaban esos llamados por teléfono me invadía la angustia. El Viejo sabía su destino y yo debía comprenderlo. No me pedía que viajara a verlo, sólo me agradecía y “abrazaba fuerte”.
            Hasta que viajé. El Viejo había sido internado en el Sanatorio, donde pasó momentos difíciles. Luego volvió a casa y allí lo encontré. Un martes de enero del 2007 crucé el océano y me lo encontré en su dormitorio, en su sillón, esperando por un abrazo y sus besos. Apenas dejó acomodarme para regalarme un reloj. Lo tenía en su muñeca, prontamente se lo sacó y dijo “te lo regalo”.
            Yo, que difícilmente use cosas en mis manos, llevé esa vez el anillo que él hacía años me había regalado. Un precioso anillo que él rápidamente vio y lo comentó. No eran necesarias palabras con El Viejo, yo sabía que esas cosas lo hacían feliz.
            Fue algo más de un mes que compartí con El Viejo sus últimos días. Muy difíciles, claro, de mucha angustia, impotencia, dolor. Entre mi casa y el Sanatorio. Entre material médico, visitas médicas y camas de sanatorio. El Viejo, que cuando yo llegué todavía tenía fuerzas para caminar solo y comer con cierto apetito, poco a poco fue apagándose. En una de sus libretas grandes estuvimos una tarde dibujando ojos, enseñándome cómo hacerlo.
            Una de esas primeras noches, preparándose para acostarse, la conversación me permitió disimular una pregunta que hacía varios años también le había hecho: “¿tenés miedo a la muerte?”… “No”, respondió rápidamente. La misma respuesta de hacía varios años.
            ÚLTIMAS SONRISAS
            El Viejo, atendido por varios médicos, tenía iguales diagnósticos. Pero él quería recibir la visita de Ovidio Olivera. “Ya viene”, le dije. Respondió con una sonrisa, la que le permitían sus últimas fuerzas, pero respondió con una sonrisa.
            Sé que El Viejo se iba con todos los suyos en su pensamiento. Aunque no quería recibir muchas visitas, él por dentro estaba con todos los que quería y apreciaba. Para un doctor amigo y también pintor, Olivera. Entonces El Viejo, ya con pocas fuerzas, igual sonrió feliz. Creí intuir en ese momento una tranquilidad interior en él. Esa sonrisa transmitía todo.
            Ovidio no tenía obligación de ir, tampoco puso precio a su profesionalidad, nunca nada, por más que se lo comentasen. Comprendió a la perfección el motivo de sus visitas y le supo transmitir a El Viejo su cercanía, devolver confianza en momentos difíciles. Sé que no importaban tanto los nuevos análisis o placas o rotaciones de remedios. No había cosa más importante para El Viejo en esos momentos que la cercanía de su médico amigo.
            Lo vi a Ovidio en el homenaje a El Viejo en Villa Soriano, una semana después del fallecimiento. Se había quedado atrás, en la puerta, disimulando presencia. Lo vi a Ovidio en el homenaje a El Viejo en el Museo Berro, en el Castillo Mauá, casi un año después. Nos dimos un par de abrazos y pocas palabras, muy pocas… no hacían falta. 

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